Este fin de semana hubo tres heridos de bala, pero muy bien pudieron haber sido tres muertos, porque las balas salpicadas en estas refriegas pueden terminar en cualquier parte. El hecho se suma a una larga lista de episodios de violencia en el fútbol y obliga a plantear una pregunta: ¿no habrá llegado para las barras bravas la hora de la tolerancia cero, como en Inglaterra?
A no mucha distancia del lugar en que un multitudinario operativo policial intentaba evitar un choque entre la hinchada de Cerro y un puñado de partidarios de Peñarol, un nuevo hecho de sangre empañó con varios heridos de bala la jornada futbolística y resulta en un nuevo y lamentable motivo de preocupación para los aficionados al primer deporte nacional. Porque estos hechos de violencia alejan a la gente de las canchas y le quitan al fútbol esa directa comunicación con el público que debiera ser su razón de ser y su principal sustento.
Por mucho tiempo, el fútbol fue aquí un espectáculo que se podía disfrutar en familia. Uno de los grandes desahogos del fin de semana, que se vivía con la señora y los chiquilines, sin más amenaza que un indeseado enriquecimiento del vocabulario de los niños, por culpa de los malsonantes insultos al juez de algún aislado fanático, al que la gente le hacía notar lo inapropiado de su gesto.
Hace ya unos cuantos años que las cosas empezaron a cambiar. La televisión se encargó de traer imágenes del fútbol argentino y de los cantitos, frecuentemente irreproducibles, que las barras bravas se endilgaban mutuamente. El mal ejemplo cundió y hasta generó en algunos dirigentes uruguayos la impresión de que, sin una “barra brava” propia un equipo de fútbol estaba resignando sus chances deportivas. Así aparecieron las entradas de favor para los más energúmenos, Era algo nuevo entre nosotros, porque las barras no eran antes otra cosa que los muchachos del barrio, dispuestos a no dejar que la otra hinchada amilanara al cuadro propio en un partido de visitante.
Las barras bravas, por lo demás, inventaron una especie de subcultura regada por el alcohol y aderezada por alguna droga, cosa de perder inhibiciones y transgredir límites sin la molestia de un freno consciente. Y aparecieron las armas y prácticas tan condenables como las de arrancar como trofeos banderas del otro equipo para quemarlas frente a la hinchada adversaria en el próximo enfrentamiento.
Entre amenazas, actitudes agresivas, cánticos desbordados, el patoterismo se fue haciendo fuerte para convertir los espectáculos futbolísticos en algo bien distinto a la expansión familiar de otras épocas, hoy añoradas. El resultado han sido los numerosos hechos de sangre que en los últimos tiempos mancharon el deporte. Pero, por sobre todo, ha sido el alejamiento de tanta gente de las canchas y la probable frustración de numerosas vocaciones futbolísticas, que siempre se alimentaron de la contemplación admirativa de un niño a las proezas de un habilidoso jugador. En otros tiempos de Uruguay, el fútbol también era un factor de integración social. Un deporte que despertaba pasiones en todos los niveles y no reconocía otra diferencia que la calidad de una finta o la habilidad para el dominio virtuoso de la pelota. Hoy esto también se está perdiendo.
Vaya esta larga introducción para señalar el retroceso que la sociedad uruguaya ha vivido en esta materia. E indicar que entre las pérdidas hay que anotar aún más que las heridas y las muertes inútiles que encuentran su causa en un fanatismo enfermizo que se desencadena a partir de la rivalidad futbolística.
Este fin de semana, las autoridades condujeron un gran operativo de seguridad para evitar incidentes en la cancha de Cerro. Y las armas de fuego se desenfundaron a pocas cuadras, donde Cerrito y Platense dirimían en la cancha otra vieja rivalidad. Se habla de cuatro heridos, de los cuales tres internados, con balazos que interesaron órganos vitales y que pudieron ser mortales: nadie tiró para asustar o amedrentar. Y se dice que hubo un cuarto herido en una pierna, que sus razones habrá tenido para no presentar su denuncia policial.
La lección de estos episodios es que aún con el más dedicado esfuerzo de las autoridades, no es posible llenar de policías todos los estadios o todas las canchas y sus alrededores. Que la solución debe esperarse no de una extendida operación policial, sino del esfuerzo de todos, dirigentes, jugadores, público, medios y Policía para volver a darle a nuestras canchas la seguridad que tuvieron en otros tiempos y al fútbol uruguayo el respaldo público que tanta falta le hace.
En el Reino Unido consiguieron dominar a los famosos “hooligans” con cámaras de televisión y una justicia expeditiva que obligaba a los fanáticos más desbordados a visitar la comisaría durante el horario de los partidos de su equipo, aparte de sancionar severamente cualquier desborde.
Al fútbol uruguayo, en fin, parece haberle llegado la hora de la “tolerancia cero”. eL SABADO hubo tres heridos, pero muy bien pudieron ser tres muertos, porque las balas sembradas en refriegas de este tipo pueden provocar cualquier desastre. El tema ya no es restarle puntos a un equipo -un castigo que afecta más a miles de pacíficos contempladores que a los criminales-, sino perseguir implacablemente a los violentos. Evitar la droga, el alcohol, las armas. Y castigar los desbordes, para que el fútbol vuelva a ser lo que solía: un deporte hermoso, que se puede disfrutar en familia y al aire libre.
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